lunes, 23 de septiembre de 2013

Roma

Y, efectivamente, no sabía volver a casa.
Había dado demasiadas vueltas en círculos aquella tarde, y cuando la noche cayó, no sabía volver.
Arrastré mi cuerpo hasta unas escaleras y me dejé caer.
Estaba enfadada. "Un teléfono móvil me ayudaría a volver, pero claro..."
¿Cómo preguntar por una calle de la que no recordaba el nombre?
La gente paseaba y evitaba mi mirada. Todos con esas ridículas sandalias de verano para pescar cangrejos con una pala de playa y una gorra. Eran patéticos. Los había visto unas cien veces en el paseo marítimo, con esas sombrillas y sus toallas, una especie de oda a las gilipolleces cotidianas del verano. 
"Nunca entenderé la mentalidad de estas personas".
-¿Roma?
Salí de mi espiral de odio. Bueno, saqué la cabeza de allí.
Mario me miraba desde sus casi dos metros de altura.
-¿Qué quieres? Hoy tengo un mal día.
-Todos tus días son malos
Me rasqué la pierna y le ignoré, lo suficiente para que él diera la conversación por terminada, pero por supuesto iba a seguir hablándome porque es un capullo.
-Puedo oírte pensar. ¿Por qué estás tan lejos de casa?
-Estoy dónde quiero estar, creo que es un buen sitio para ganar dinero.
Dedicaba mis tardes a tocar la flauta travesera en los sitios más concurridos por los turistas. Era una ocupación un poco triste y que no me daba para comprar nada, algún cigarrillo suelto.
-No ganas dinero. Solo insultas a la gente que no te da monedas y les amenazas con lanzarles la flauta.
-Clientela selecta lo llamo
-Yo lo llamo pérdida de tiempo. Levanta el culo, te llevo a casa.
Me fijé que Mario no llevaba sandalias de playa. Llevaba zapatillas de deporte.
Eso es lo que me hizo meditar sobre qué clase de gente se juntaba conmigo, chicos sin sandalias, sin amigos. 
Gente más sola que yo.
Si Mario tuviera una flauta ya se la habría lanzado a alguien.
Levanté mi orgulloso culo y le seguí por aquellas callejuelas del puerto de ninguna parte.

lunes, 13 de mayo de 2013

La Manzana

Randy estaba gordo. Terriblemente gordo.
Caminaba por la calle ocupándola casi por completo, en dirección al supermercado. 
Cada paso lo fatigaba. Otro más. Otro más. No llegaba nunca.
Se metió la mano en el bolsillo en busca de algo que llevarse a la boca. No encontró nada, lo que lo fatigó aun más.
¿Qué culpa tenía él de que los bollitos rellenos de crema cantaran una melodía irresistible?¿Y aquellas presuntuosas bolitas de chocolate y glaseado?¿Y los bizcochitos de miel?
Solo pensarlo hacía que las tripas pidieran a gritos algo que llevarse a la boca.
Estaba tan gordo.
Había otro Randy en su clase. Un chico atlético que vivía calle abajo y que siempre salía a la calle con una estúpida pelota y una manzana igual de insípida que él.
Las manzanas no solo eran insípidas si no que eran presuntuosas. Ese tipo de frutas que solo le gustaban a los niños famélicos que no encontraban la belleza en el chocolate.
Bolitas, bizcochitos, bollitos... eran todo diminutivos. Bola, bizcocho y bollo era lo que llamaban a Randy.
Porque esa era otra historia, al niño gordo lo llamaban gordo. Randy el gordo. Randy la bola.
¿Por qué no llamaban a Randy el famélico Randy el esmirriado? El tenía una maldita manzana. Arrojar una manzana a la cara de alguien o la dichosa pelota habría sido más efectivo que lanzarles un bollito de mantequilla. Quizá por eso, Randy no tenía sobrenombre y Randy el gordo tenía sobrepeso.
Tras todas estas rabietas mentales, Randy llegó a la puerta del supermercado, saludó a Fleur, la cajera de la esquina y, sudoroso y sofocado, se colocó delante de los bizcochitos.

Estos niños con sobrepeso suelen tener problemas cardíacos a tempranas edades, además de que en muchos casos presentan depresiones, apatía hacia la sociedad que los dio de lado y sufren acoso escolar. Por si esto fuera poco, muchos de ellos ni siquiera saben reconocer una manzana entre otras frutas, porque nunca las han comido.

Randy el chico de la calle abajo, el sanísimo deportista, una tarde corrió detrás de la pelota y le atropelló un coche. Murió de camino al hospital.

martes, 5 de febrero de 2013

Te quiero y otras mentiras

Cuando son el odio, la avaricia y el hambre lo que se anclan en tu cabeza el alma se siente oprimida e intenta escapar por tu garganta.
Entonces, tras intentar retenerla introduciendo alimentos positivos solo consigues que se asfixie entre innumerables sufrimientos.
Solo quedan los paliativos, breves pero tajantes drogas que atenuan la sensación de pobreza y descontrol.

Descontrol.
El escape. Las ganas de hacer que alguien sufra lo mismo que tu padeces.
Desconocimiento.
Desdén.
Ira.

Estas enseñanzas y muchas otras que no pueden describirse fueron las prometidas y dadas por mi fiel maestra. Todo mi amor incondicional dado a la pasión más poderosa.
La última noche, el final del camino, la luz en el tunel.
El nacimiento del final de los tiempos, la bella, indescifrable e indiscutible Muerte.

Ocurrió un precioso amanecer del mes mas frío del año. Las calles y sus luces ofrecian una imágen de paz y armonía que solo otorga la visión de una mujer indescriptiblemente solitaria.
A esas horas solo los madrugadores o los trasnochados andaban por las calles.
Por eso su presencia se me hizo extraña y abrumadora.
No me acerqué a ella. Simplemente arrastré los pies hasta un escaparate cerrado para observarla más de cerca.
No parecia esperar a nadie. Ni si quiera a mi.
La primera vez que ves a la Muerte suele ser la última, vestida de negro. Intentando acariciarte con sus frías manos.
Pero ella era distinta. No intentó retenerme en el otro lado, ni fue la última vez que la vi. Ni si quiera iba vesida de negro.

Igual no era la Muerte, pero acabó con mi vida.

viernes, 25 de enero de 2013

Inseparables, inesperadas

Empecé a fumar por el olor a putrefacción.
Recuerdo que cuando tenía quince años me metieron en una sala de hospital, con uno de mis compañeros.
Para ese tipo yo era un hermano.
Yo ni si quiera sabía por qué estaba allí.
Aunque esa incertidumbre no duró mucho. Descorrió una cortina que dejó pasar un aire muerto parecido al del interior de un ataúd.
Era una chica.
Al chaval se le cayó el alma a los pies. Casi sonó al derrumbarse contra el suelo.
Yo no había visto demasiadas mujeres a parte de mi madre y un par de enfermeras, pero tenía claro que no solían tener ese aspecto. 
Solo tenía claro que me habían sacado del cuartel para meterme en un hospital lleno de enfermedades, altamente inquietante.
El olor estaba provocandome nauseas.
Una parte de mi bastante inteligente quería largarse corriendo, diciendole a aquel tipo que nos fueramos a llorar su muerte a otro lugar, no al mismo foco de la infección.
Pero otra parte quería acercarse a examinarla más de cerca.
Como no sabía el nombre de ninguno de los presentes me acerqué a la cama. Balbuceaban cosas ambos. No podía entenderles.
Tenía la piel entre amarillo y morado, como un ahogado. Los ojos hundidos. Tenía cortes negros en varias partes visibles del cuerpo, uno en el pecho, otro en el cuello, otro en el brazo. Entonces me di cuenta de lo flaca y esquelética que estaba. y lo moradas que eran sus manos. 
Estaba completamente seguro de su gélido tacto.
Se estaba pudriendo en vida.
Los olores se me clavaron en el cerebro. Dios. El cuerpo de esa chica estaba muerto, ¿desde hacía cuanto? ¿una semana? No lo sabía. 
Más balbuceos y lloros.
Ante aquello saqué del bolsillo de la chaqueta de aquel tipo que me había arrastrado hasta el hospital una caja de tabaco. 
Cogí un cigarro y con unas cerillas le prendí fuego.


-Abuelo esa historia es mentira.
Una vocecilla me saca de mi ensoñamiento. Clavo los ojos en la cara de paciencia de mi nieta.
-¿Por qué piensas que tu abuelo te va a mentir?
-Porque no se puede fumar en los hospitales.
La miro detenidamente. Supongo que con esa mirada que ponen los viejos, escarbando en lo más profundo de tus recuerdos. 
-Cuando yo tenía tu edad si que podía.
Automaticamente fijo la vista en el sofá del fondo. Ahí está mi chaqueta. Con mis cigarrillos.
-Ciertamente, es una lástima que no nos dejen fumar aquí.